domingo, junio 10, 2007

Capítulo XXXII

LO REAL

¿Y?

¿Quién soy, al fin y al cabo, si no el producto de vuestros sueños?

Imaginad un acantilado. Ya es hora de que os arrojéis al abismo. Las rocas, desde la posición del narrador duras pero impenetrables, apenas figuración de un plano superpuesto, golpean mientras caéis. Contemplad la sangre que se desmiembra en el inverosímil suelo, moldeando riadas serpenteantes que delinean el acontecer de las cosas. Es vuestra. Estáis agonizando. Estáis a punto de perder lo poco que os queda de vida. ¿En qué pensáis? ¿Acaso en ese beso que no supisteis dar a tiempo? ¿Acaso en vuestra madre, si tuvisteis la dicha de tenerla? Una moneda, óbolo circunstante, circunvolado, citadino, circunflejo, gira perpetua en el horizonte que no llegáis a divisar. No la alcanzaréis jamás, puesto que las haciendas, las riquezas, las pertenencias, las posesiones son miasma de los hombres, enredo, greña, intrincamiento y rebujo enajenado. Enojoso, enhiesto, habéis sido creado para la adversidad, y hacia ella vais. ¿Quién soy yo sino el Ángel de la Destrucción? ¿Y quién sois vos sino el oro corrupto que trasiega las almas y los cuerpos? Vanitas vanitatum, dice el Eclesiastés. El verdecer vergonzante de la carne. El traslado imperativo, anonadado, de los umbrales a los fines y de los confines a los abismos. La superposición antitética de las partes y el todo en el enigma especulado del estilo. Podréis figuraros que no digo sino naderías, migajas de retórica abstrusa. No obstante ello, estáis en el abismo. Precipicio, barranco, sima, despeñadero, acantilado, pozo, fosa, oquedad, cavidad, hondura. Infierno o piélago, infinitud o vacío. Llamadlo como queráis o queredlo cual lo llaméis. Os lo aseguro. No habéis aprendido nada en absoluto y como obsequio recibís la máscara del bufón. Tomad el chicote y a otra cosa. ¿Que no deseáis reíros? ¡Actuad, villano! ¡Representad vuestro ínfimo papel! ¿Os atreveríais a discutir la palabra de Dios? Esa sombra que se acerca no es de este mundo. No es vuestro padre, ni vuestro reflejo oscurecido de pasado. Yo intenté advertíroslo, si bien más con mis acciones que con mis parlamentos. No quisisteis escucharme. Ahora, mientras vuestro cuerpo yace inerme sobre el musgo, ya es tarde. Es mi deber, sin embargo, informaros lo que vendrá. Es mi derecho. ¿Qué os han dicho? ¿Creeríais por ventura que no soy yo? ¿Aceptaríais una fórmula lógicamente contradictoria: Yo no soy el que soy? Permitidme que dude. Confío en vuestra intuición.

¿Y?

Puesto que me ponéis en el lugar del escritor, no me queda otra salida que recurrir al lenguaje. Vaya engaño. El puñal es más certero, rápido, efectivo, cómodo. Si todos sabemos que después del sacrilegio de Nemrod no es mucho lo que se puede hacer. Pero vos sois zafio. Os amarrasteis a lo largo del camino a mi pluma, cual si fuera el palo de trinquete de un pecio moribundo – ¡Judas de la memoria, Bruto de la inteligencia!–, como si no supierais que no hay objeto más traidor. ¿Y qué esperáis ahora, un punto final, un colofón oportuno, axiomático y palpable, quizá el cierre de la trama? Pues no hay tal. No me disgustaría demasiado ilusionaros con estratagemas de monje, a las cuales, por lo demás, estoy enteramente acostumbrado. Y si bien lo miráis no otra cosa ha sido lo que habéis leído. ¿Quién soy yo para satisfacer vuestras demandas? Quizá el asunto marchara a las mil maravillas si estuvierais en presencia de Narváez, pues él, bien lo sabéis, es aficionado a las salidas teatrales y a los golpes de efecto. Mas no es mi caso. Yo no soy sino un escoliasta, que cifra con paciencia y sin deseo de gloria alguna los papeles que dan cuenta de la historia. También soy un personaje, en efecto, e incluso una persona. En definitiva, no es muy burda la diferencia entre una máscara que habla y una máscara muerta. ¿Quién, os preguntaréis, se apropia del histrión, quién se disfraza? Ya os dije que no el español. ¿Montresor, ese necio afeminado? Grotesco ha sido, es cierto, pero su clave no pertenece a la cuna de la Idea. Auch nicht, auch nicht. Obviamente tampoco alguno de los que ya han cesado, puesto que sería demasiado inverosímil y una de las cosas que odio, además de a vuestra nariz, que es intrusa y fisgona, es el fatal repudio de la realidad. Es una costumbre de moda, un espíritu de época. Yo creo, en cambio, en la verdad y en el libro de la naturaleza, en la sagrada escritura que Dios ha puesto sobre la creación. Es la piel que brota sobre los elementos. Lo que vos veis. Yo puedo rastrear los signos y remontarme a las profundidades. Pero no gasto para ello mis energías, sino que bástame con moverme por medio de las palabras de los otros. Ya la historia ha sido escrita y nada ha variado desde que hemos sido condenados a este simulacro de infierno. ¿Por qué creéis que Dios nos expulsó del Paraíso? Para condenarnos a la repetición perpetua, al enigma invariante que algunos, muy tontos o muy felices, suelen transformar en historias. No es mi deseo, no es mi caso, no es mi mundo. Aparezco aquí, en segunda y última instancia para hablaros, pero esta vez habré de ser sincero con vos, lector. Es probable que nada de lo que se os dijo en las páginas precedentes sea verdad. ¿Acaso es mi culpa? Claro que no. Yo hice todo lo posible por ser fiel a mi intelecto y respeté, en cuanto pude, el hilo de Ariadna que os condujo hasta aquí. Agregué mis notas, no extirpé sino las vaguedades, y aún así, como pudisteis ver, no fui capaz de lograr una coherencia perfecta. Lo lamento por vos. He de cerrar el libro, de algún modo. He de poner, en algún momento, mi firma. Colocaré el manuscrito en una botella y lo lanzaré al mar para que el afortunado –que sois vos, dado que estáis leyéndome– dé con él. Aquí se acaban los tapujos y anochecen los acertijos. Aquí, bajo estas palabras, se terminan las bifurcaciones. El aprendizaje, cuando lo hay, es lento y paciente y este recorrido por los dos mundos, que no es más que una representación del que jamás sucedió, debería mostraros que el camino final a todas las cosas sólo conduce hacia la nada, pozo y cenit de mis elucubraciones, anagrama del comienzo y de la continuidad.

No hay dos mundos, ni tres, ni cuatro, ni infinitos.

No hay más lugar en esta tierra que el que ocupáis ahora, quizá sentado cómodamente en vuestro lecho, del que acabáis de despertar de un perverso sueño.

Desconfiad siempre, por si acaso. Pues todo, absolutamente todo, es falso: orbes, ríos, bestias, islas, selvas.

Tasad, experimentad: risas, tristezas, ilusiones, universos, senderos.

Corred. Huid. Leed.

Un solo mundo, utópico, no debería intimidaros.

*****

lunes, mayo 28, 2007

Capítulo XXXI

ECCE HOMO

Simón de Montresor, vizconde de la Guarda y el Tajo, Caballero de la Orden de la Piedad, Cardenal de los Estados de Ultramar, und so weiter, no había nacido para ser engañado. Por eso su furia ante la afrenta era esperable y esperada. Vaya misterio, se dijo, que un tunante de la peor calaña se haga pasar por mí, es una situación delicada. Que simule mis títulos y mi apariencia no sólo es una ofensa a mi persona, sino también a mi poder. Pero que lo hagan dos veces dos es demasiado[1].

– No os preocupéis, Excelencia, encontraremos al impostor.–aseveró el prior Segundo, a la sazón su huésped en la Abadía de los benedictinos.

– No dudo que lo haréis, hermano. De lo contrario, vuestra cabeza se quedará sin cuerpo que la sostenga.

Había sido un simulacro perfecto, la representación de un actor consumado, la peor de las bromas de un bufón pervertido, en fin, una idea genial, pero no por eso menos agresiva y categórica. El vizconde no dejaba de admirarse y maldecir a un mismo tiempo. Se sonreía de manera enigmática y le constaba que su sonrisa parecía un espejo de su pensamiento. Todo había sucedido de acuerdo con los designios inconmensurables de la divinidad. El otro, con su mismo porte, su misma talla, su misma vestimenta y hasta su misma voz, se había presentado frente a Pablo III solicitando la entrega de los documentos árabes que contenían la clave de acceso al Arbor Sapientiae de Lulio. Y casi estuvo a punto de conseguir su cometido, pues el astuto Farnesio, con toda su sabiduría e ingenio no pudo descubrir al impostor. Sólo la Ruffini, que por esas cosas de la disoluta vida de Roma se hallaba por allí junto al Papa reparó en que el impostor sudaba demasiado para reclamar algo que le pertenecía desde hacía años. ¡Loada seas, Silvia, pues gracias a ti se detuvo la conflagración del mundo! Sin embargo, el falso Montresor pudo escapar, ya que una sutil mirada de la hembra papal había bastado para que comprendiera que su simulacro había sido descubierto. De ahí que el verdadero Montresor, pletórico de cólera en cuanto supo del malogrado intento de robo, ardiera en deseos de apresar a los traidores y quemarlos en la hoguera, de ser posible en la Plaza Mayor de Madrid. Pero estaba en ascuas, por no decir en pelotas, como los indios. Nadie de los miles de imbéciles a sueldo que poseía el Vaticano podía brindarle información certera del paradero del vulgar embaucador. Nadie, excepto quizá la Ruffini, pero ésta era la puta del Farnesio, y es sabido que se puede jugar con la Virgen pero no con la Magdalena. Igualmente, tarde o temprano debería tener noticias de lo acontecido, pues no por nada gastaba sus doblones españoles en una cohorte de esbirros mal paridos. Pasada la primera calentura, que en mucho se asemejaba a la fiebre de los posesos, se recluyó en la Abadía, dispuesto a meditar en los mecanismos de la justicia (y decimos justicia porque Simón de Montresor, vizconde de la Guarda y el Tajo, se negaba sistemáticamente a llamar venganza a sus pequeños rencores cotidianos, más aún cuando eran ocasionados por los intereses de la sagrada casa de Habsburgo y no por los suyos propios). Por eso, dio media vuelta para no ser observado y se dedicó a contemplar un tapiz. “Hemos de permitir que hagan su juego”, se decía, ya más calmo, mientras sus ojos vagaban por la apolínea figura de un mancebo, cuya mano derecha acariciaba las albas alas de un ángel.

“Quizá no debería mostrarme interesado en estas nimiedades y simular que los ignoro. O quizá debiera mostrarme demasiado afectado por el asunto. La mejor forma es siempre la exitosa, más allá de la comedia que debamos representar. Totus mundus exercet histrionem, pues bien, representaremos nuestro papel, si es eso lo que ellos pretenden. En última instancia, queda un mutis como recurso.”

–Hermano, haz que me traigan mi chocolate.

El monje, obediente, salió a cumplir la orden del vizconde, cuya bárbara costumbre representaba al menos una vuelta a la normalidad. Pero cuando atravesó el tapiz que ocultaba el acceso a la pequeña habitación en la que se hallaban (y que no debe confundirse con el tapiz favorito del vizconde, aquel del mancebo y el ángel[2], encarnación devota de Patroclo y Aquiles, pues éste tan sólo evocaba el rostro enigmático de María Magdalena, de ahí que el Señor de la Guarda y etc no lo tuviera en cuenta), digo, cuando el disciplinado monje atravesó el tapiz, fue a su vez atravesado por una pérfida espada. El brazo asesino guió luego la hoja hacia la colgadura, que levantó con premura y prudencia, pero no se veía a nadie en el cuarto.

–¿Dónde estará el maldito bujarrón? –se preguntó el homicida de los siervos de Dios.

El silencio dominaba la estancia, al igual que la penumbra. Por eso el intruso se valió nuevamente de su arma para descorrer una cortina y permitir que la ínfima luz de la mañana invernal entrara.

–¡Montresor! ¡Maldito cobarde, salid de vuestra ratonera! –gritó a continuación.

Una risita apagada le llegó desde un lugar indeterminado. La risa se repitió, pero esta vez era estridente. El asesino comenzó a destrozar los tapices con su espada, aunque para su asombro cada uno de ellos ocultaba sólo la pared y la habitación no tenía más salida que su misma entrada. Era evidente que había una puerta secreta, pero no podía hallarla, así como tampoco podía determinar de dónde procedía la risa, que ahora era franca carcajada.

–Jamás me encontraréis, payaso.

–Eso creéis, eh, pero en cuanto dé con la procedencia de vuestra voz...

–Ahí está el asunto. Esta abadía posee misterios que sólo yo conozco[3]. Podéis quedaros años enteros buscándome; para entonces ya me encontraré tan lejos como vuestro espíritu.

–Veremos.

–Intentadlo, intentadlo. ¿No sabéis cuántos lo han intentado antes que vos? ¿O suponéis acaso que por estar al margen del camino y lejos de la historia no conservo el poder que me merezco?

–Os mataré, Montresor, antes de que os veáis con los otros impostores.

–¿Con Cáceres y Plagiè, queréis decir? ¿O con el Diablo?

–Con ambos, maldito puto, y no olvidéis mencionar al resto, puesto que os conozco a todos.

–Es posible que así sea, pero es evidente que desconocéis la trama de la historia y el Elixir de la Fábula.

– ¡Sandeces! No lograréis engañarme...

–No, por supuesto, lejos de mí tal intención. Pero os decía que no estáis al tanto de las inmensas pequeñeces de nuestra historia, si no, no me vincularíais con aquellos que declaráis conocer. Que yo busco lo mismo que ellos, es cierto. Que pienso que la clave está en América, también lo es. Pero pensar que es posible que forme alianza con mis enemigos constituye un exceso de adjudicación de maldad de vuestra parte.

–Insisto, no me toméis por idiota.

–Ni por débil, puesto que permanezco oculto mientras os hablo. Nada de eso. Vosotros me habéis jugado una linda jugarreta, pero ya está. Sólo lograsteis que el Papa le debiera un nuevo favor a la Ruffini. Os doy un consejo: antes de llevar a cabo una acción peligrosa, debéis reconocer cuál es el lugar del bien y cuál el del mal.

–Eso lo tenemos claro.

–No, no lo tenéis. Vuestra educación y vuestras creencias os obligan a pensar que yo, Simón de Montresor, soy el mal, y estáis equivocados. Es más, yo podría incluso develaros aquello que realmente buscáis si vos aceptarais colaborar conmigo. Como veréis, no soy yo quien tiene tratos con Satanás.

–Ah, Montresor, me estáis entreteniendo con vuestra facundia y yo he sido enviado para mataros. ¿Insinuáis, acaso, que puedo convertirme en un traidor a mi propia causa?

–No exactamente. Sólo he de indicaros que podríais hacer de vuestra causa la mía, y de esa manera mataríamos dos pájaros de un solo tiro, o quizá más de dos pájaros.

–Fui advertido para no escucharos y ahora soy tan frágil...

–Pues habréis de escucharme. Prestad atención a lo que voy a narraros, infeliz, porque no habré de hacerlo dos veces ni habré de aclarar cada una de las peripecias que cuente. Al fin y al cabo, os referiré la historia que estabais buscando, y esto sin pediros nada a cambio de antemano sino sólo sugiriendo una alianza posterior entre vos, que estáis ahí encerrado en mi habitación pero libre, con el razonable deseo de localizar de dónde sale mi voz, y yo, que soy para vuestra sesera un fantasma, el simulacro de un cuerpo que buscabais en un lugar supuesto para encontraros nada más que con una serie de sonidos. No os reprocharé si me abandonáis cuando finalice mi relación e incluso os dejaría matarme, si no fuera porque aprecio mi vida corporal y mi carne corrompible más que mi alma. Seréis libre de tomar partido por quien quisiereis, pero antes habréis de escuchar la verdad.

“El hilo fue tejido por Aracne hace ya tanto tiempo como el que la humanidad es capaz de olvidar. Era del año la estación florida cuando, en una casita a la vera del camino imperial, un grupo de hombres juró atesorar un secreto hasta que desapareciera el último de ellos. Sólo éste, si disponía en el momento de su agonía de la oportunidad, habría de transmitir la clave a otro, bajo las condiciones imposibles de cumplir de cualquier pacto. ¿Comprendéis acaso lo que eso significa? Os estoy hablando de la misma fábula que se repite eternamente y que llenará toneladas de papeles y consumirá millones de memorias. No hay mayor misterio que el de saber contar una buena historia. ¿Creeríais que nadie, excepto los epígonos a sueldo, saben hacerlo? Durante años, mas qué digo años, durante siglos, he estado buscando el mecanismo, la máquina perfecta de fabular para confundir las mentes. Y no he estado solo. Fuimos muchos los que perseguimos ese bálsamo de la vida eterna. Pues lo más gracioso del asunto es que ni siquiera vos, que os sentís en un papel protagónico por el solo hecho de haber sido la víctima de un naufragio, estáis al tanto del revés de la trama. ¿Y por qué habríais de estarlo? ¿Os asombró conocer a vuestra madre? ¿Os asombró saber que vuestra madre fuera, en algún sentido, la puta de vuestros sueños? No quiero complicaros el asunto ni empantanar el camino. Simplemente hablo. Fui conminado a hacerlo por una voz aún más poderosa y secreta que la de Dios. Harto deberíais estar ya de buscar enigmas, puesto que a estas alturas de la montaña que alcanzasteis tendríais que saber que no existen tales. Mas cumpliré mi promesa y seguiré con el relato. Nos habíamos jurado, pues yo también estaba allí, que seríamos fieles al pacto y a la posteridad. Nos habíamos jurado que no usaríamos del secreto en beneficio propio. Pero a la primera ocasión fue la traición. Seguramente creéis que fui yo quien engañó al resto, pero os equivocáis. Fue vuestro padre, ese imbécil de Francisco, quien confió demasiado en sus fuerzas. Supimos que intentó convencer a Renato, a quien vos conocisteis como el padre de vuestra hembra. Supimos también que Renato, aislado como estaba del mundo, se dejó llevar por el dulce canto de las sirenas. Y eso que era el más estoico de todos nosotros, hasta el punto de que se había vuelto casi un ermitaño. ¿Cuál era el plan, al fin y al cabo? ¿Por qué creéis que vuestro padre os ocultó su identidad y os envió a América? Os responderé ambas preguntas. Jamás os dijo quién era porque temía que investigarais su pasado y averiguarais su oscuro y antiguo origen de pelafustán. Seré claro: vuestro padre, Francisco De la Tour, no nació en este siglo, ni en el anterior, ni en el precedente. Vio la luz el mismo día que yo, cuatro días antes de que el Sol entrara en el Cangrejo, en la torre del tesoro de Cartago. Al igual que yo, traicionó a su señor y huyó a Roma, donde tomó la identidad de un centurión. Fue asesino a sueldo hasta sus treinta años, cuando el azar o la Providencia quiso que frecuentara a Renato Malpieri, que en ese entonces se hacía llamar Horacio y no era más que un poetastro de la corte de Mecenas. Con muchas y soberbias pretensiones, es cierto. ¿Recordáis aquello de “exegi monumentum aere perennius”? No aludía a la poesía, sino a su propia vida. Hacía años ya que Renato, mucho mayor que nosotros, estaba en contacto con los círculos pitagóricos y cuando Francisco intimó con él era más que un iniciado. No sé con certeza por qué medios arribó a la comprensión del poder de las formas, pero la verdad es que Renato se jactaba de ser inmortal, lo que en ese entonces, –no os olvidéis que nosotros éramos jóvenes y estudiábamos a Lucrecio– nos sonaba como una idea ridícula salida de una mente calenturienta. No obstante ello, cierto día se hallaba Renato leyendo unos versos de su amado Virgilio, cuando, entre risas y loas a su querida momia, profirió una frase que nos dejó helados. Pensaréis quizá en alguna fórmula de invocación a los muertos o algo por el estilo. Imaginaréis una analogía del lenguaje de Cratilo y el resurgimiento eterno de la eterna rosa. Mas nada de eso. Simplemente dijo: “Virgilio, idiota, ¿por qué decidiste morir?”. Y una voz, surgida de la cocina de su empobrecida casa, le respondió: “Porque estaba harto de ser Virgilio. Porque estaba harto de ser el juguete de Augusto. Ahora quiero ser yo.” ¿Quién respondía? Pues un conocido vuestro, que ese día decidió presentarse ante nosotros con su nuevo hábito. Debimos jurar, por supuesto, que guardaríamos el secreto, en el que por lo demás no creíamos, a cambio de que nos fuera otorgada la gracia de la inmortalidad, el Elixir de la Fábula. De esa manera atravesamos los siglos, disfrutamos de todos los placeres, aun de los inimaginables, y al cabo de no mucho tiempo caíamos en el aburrimiento y el hastío. Es casi una verdad de Perogrullo, pero cuando se agotan las posibilidades de gozar el momento –carpe diem, carpe diem, decía Renato continuamente– uno cae irremediablemente en el mal. Quizá es una condición de la naturaleza de los inmortales, no sabría afirmarlo, pero la experiencia me enseña que el goce de la maldad es superior a cualquier otro que podáis pensar. Yo, por mi parte, me separé del grupo en el 666, cuando ya no soportaba las miradas de cansancio y los reproches por la estupidez que habíamos cometido. Parecía que tanto Renato como Óptimo habían logrado la otra inmortalidad, la de la poesía y con eso simulaban estar satisfechos. Mas ni vuestro padre ni yo habíamos conseguido nada que nos elevara por sobre la estirpe de esclavos en la que habíamos nacido. Para decíroslo de manera clara: contar con el infinito no es lo mismo que tener a la suerte de vuestro lado, ni el poder eterno se reduce a la posesión del tiempo. Hay otro factor, no tan sutil, si bien en apariencia más fácil de dominar, evanescente, ligero, tenue, inasible, etéreo como la moneda que gira y que se pierde. Constituye el verdadero valor de las cosas de este mundo. Es el Relato. Contábamos con el tiempo, vale, pero carecíamos de relato y para poseerlo había que apropiarse de las voces del mundo o bien despertarse con la sabiduría estratégica de la conquista de las anécdotas más zafias. En cualquier caso, yo estaba solo y para el resto de los mortales era un hombre más, ni poderoso ni pobre, ni señor ni campesino, sólo uno más del ovillo cerdoso de las Parcas. Entonces me propuse enseñorearme sobre la vasta extensión de nuestro planeta y hacer de la humanidad un hato de vasallos a mi servicio, con el único fin, loable y perverso a un tiempo, de que me contaran sus historias. Para lo cual me dediqué a estudiar el arte de gobernar y a mecerme, pendular y sagaz, sobre las cortes más poderosas de Europa. ¿Dónde hallar a los bardos, si no? ¿Dónde enfrentarse, cara a cara con rapsodas y vates, trovadores y troveros, gandules y entrometidos de toda laya? Fui consejero de Geraint, de Vortimer, de Uther Pendragon, de Arturo, de Hengist, de Gorlois, de Octa. Soñé bajo las ásperas mantas de Etelfrido, que roncaba como un jabalí, Eanfrido, que era incontinente y Talorcan, cuyas flatulencias sacudían la Britania. Cabalgué las distancias que separan y entretejen Kent, Essex, Wessex y Sussex y forjé la espada que hundió a Ercomberto en la sima. Argota, Hildegunda, Albofleda, Santa Clotilde y Amalaberga exhalaron sus últimos suspiros en mis brazos. Recaredo urdió la traición de su hermano gracias a mis consejos y yo mismo escupí sobre el cadáver de Hermenegildo y santifiqué la herejía arriana mientras fue necesario. No me creeríais si os enumerara la cantidad de Clodoveos, Teodoricos, Dagobertos y Clotaldos que se enamoraron de mis cristalinas piernas y cultivaron conmigo la perfección absoluta del amor griego. Hice llorar al emperador Carlomagno, que valoró más mis femíneas curvas que la sumisión de los francos o la conquista de Italia. Asistí a la sucesión indefinida de los Luises, los Hugos y los Godofredos y aconsejé al primer Capeto para que fundara una dinastía que de otro modo, dado su carácter pusilánime y maricón, jamás hubiera tenido lugar. Traduje las sinceras poesías de Abn al Rahman Al Nasir y Al Hakam Al Mustansir y también encendí la hoguera que los consumió; fui preceptor de Sualimán y de Muhammad y dicté los preciosos versos que hicieron la fama de la princesa Valida, pero finalmente los Hammuditas me expulsaron del Califato de Córdoba, por lo que huí a Castilla e hice la gloria –efímera, lo reconozco– de Sanchos, Fernandos, Alfonsos, Urracas, Elviras, Jimenas y Garcías. Serví a borgoñeses, aragoneses y leoneses, y logré, alabado sea el Señor, que Fernando le pusiera el cascabel a Isabel para unir su sucesión a la de Austria. Ahora soy un Habsburgo y lo seré mientras me convenga y me plazca. Pero no por ello dejé de transigir con sus enemigos y de conspirar con cuanto Papa ha existido. Aún así jamás llegué a rey ni a vicario de Cristo. Os preguntaréis por qué. Lo mismo se preguntaban mis compañeros, cómplices del pacto y de la ausencia de muerte. Sabían de mi megalomanía y estaban dispuestos a contemplarme eternamente para burlarse de forma no menos eterna. Os diré la causa de mi fracaso, ya que tanto explica de vuestra vida, como habréis de ver. Hacia el año 1400, Francisco y yo nos encontramos en la biblioteca del príncipe elector de Baviera, casi por casualidad. Simulamos que era el azar quien nos había reunido, pero ambos éramos conscientes de nuestra mentira. Los dos estábamos tras los pasos de un documento, el mismo que escondisteis tan hábilmente en vuestra espada y que tan sutilmente guardasteis a tiempo para evitar que lo poseyera. Estoy seguro de que no tenéis ni la menor idea de su contenido, pues indudablemente no domináis el lenguaje de los antiguos acadios. Estábamos en la biblioteca, como os dije, revisando manuscritos antiguos. Los dos nos movíamos sobre las mismas estanterías hexagonales, cuando dimos con él. Sonreímos, (creo que al unísono) y en ese instante uno de los dos habló –la memoria, vaya extravagancia, no es inalterable–.

–Es nuestro.

–¿Vos también lo buscabais?

–¿Por qué creéis que estoy aquí si no?

–Y yo qué sé, hace siglos que no sé nada de vos.

–Pues sí, lo buscaba y lo reclamo. Dádmelo.

–No haré tal cosa. Yo quiero el poder y la gloria.

–Y yo la gloria y el poder. Dádmelo.

Ambos estábamos mintiendo. Tanto la gloria como el poder no son sino eufemismos de la Gran Mentira. La Fábula no se nombra a sí misma. Im Anfang war das Wort. Im Anfang war der Sinn. Im Anfang war die Kraft. Im Anfang war die Tat.

–No sabríais usar de él. Desconocéis la ciencia del futuro.

–Y vos el futuro de la ciencia. Dádmelo.

–De ningún modo. Antes moriré.

–No seáis estúpido, bien sabéis que no podéis morir.

–Es una pena que vos tampoco.

–Es una pena, es cierto. Dádmelo y a otra cosa.

–Ya he dicho que no.

–Te tengo puto.

–Pues entonces no me sueltes.

La cuestión es que vuestro padre se escapó con el documento y nunca más volví a saber de él, hasta que os vi. Me llevó más de un siglo localizar el paradero del manuscrito, pero en cuanto supe que ese imbécil de Vespucci había dado su nombre a América, encontré la clave. ¿Conocéis acaso algo de la vida de Vespucci? ¿Sabéis cómo logró publicar su carta geográfica en Friburgo? ¿Imagináis quién le sugirió utilizar por primera vez el nombre de Terrae Americi? ¿Por qué creéis que el traidor se pasó al servicio de Portugal? ¿Suponéis que hincó el pico, estiró la pata y exhaló su último aliento pestífero? Si así fuera, os equivocarías de cabo a rabo, pues el tal florentino no es otro que el pío Eneas, Óptimo de Cáceres y Plagiè, Virgilio y, de más está decir, el mestizo. Nunca fue el comerciante de trapos en Sevilla que hizo fortuna y se embarcó hacia la Atlántida[4]. Las explicaciones son largas, pero vale la pena que las sepáis, aunque más no sea para ilustraros. Vespucci pretendía completar el itinerario que había sido descubierto por vuestro padre en el manuscrito y hallar el camino que obliterara definitivamente el espacio. Sabía que si lo lograba, dominaría de un vistazo la vieja Europa y el nuevo continente o, lo que es lo mismo, sería el señor del imperio donde nunca se pone el sol. Y poseería el Gran Relato[5]. El manuscrito es la puerta, el pasaje, la aurora que une, en pocos segundos, lo que un pobre náufrago como vos tardaría meses en descubrir. Es la Conjunción, el Aleph, la Estructura Ausente. Debe haber soñado que estaba ante la entrada del infierno, tal cual él mismo había hecho viajar a su troyano héroe y por tanto debe haber sentido un placer infantil, al cual era muy afecto, cuando encontró la abertura. El hueco, sí, pero no la clave. Yo sé muy bien que era capaz de unir Estrasburgo con Asunción en menos que canta un gallo, pero no podía –he ahí la importancia del pergamino– unir los tres territorios del hábitat de los entes, esto es, la trinidad del Verbo, la Acción y la Palabra, la manifestación absoluta de la potencia divina, el Elixir de la Fábula, la Voz del Océano, el Grito del Cielo y el Eco de la Tierra. Y crear de tal modo el Gran Relato. Le faltaba el documento precioso que vos teníais o quizá aún tenéis, y perderá la sesera en la búsqueda, inventando pequeñas historias pero jamás la Historia. ¿Comprendéis por qué, si os unís a mí, seremos los señores del mundo? Vos poseéis el mensaje y yo el código. Basta con que nos pongamos de acuerdo para destruir a los traidores de vuestro padre y así comenzar la Historia desde cero. Fiat fabula, fiat lux.

–Pero mi padre está muerto y, según vos, debería ser inmortal.

–Estáis en lo cierto. Vuestro padre no debería estar muerto.

–Pero lo está.

–¿Visteis su cadáver?

–No.

–Yo tampoco. Es evidente que fuisteis engañado.

–¿Y el anciano, a quien vos llamáis Renato? Pues él también debería ser inmortal y sin embargo yo vi su cadáver.

–¿Jurarías que era su cuerpo?

–Lo juraría. Fue quemado delante de mis ojos.

–Es hora de que os diga la verdad. Nunca fuimos del todo inmortales, ya que había una condición en el pacto.

–¿Y cuál era esa condición?

–La sucesión y el olvido. Quien tuviera hijos, sería mortal. Tanto Francisco como Renato los tuvieron, si no, no estaríais aquí.

–Es decir que...

–Vos sois, Estebanillo, el asesino de vuestro padre, cruel Edipo que sin saberlo lo arrojó a la huesa. ¿Comprendéis por qué debéis compartir conmigo el documento? Tal vez podría ayudaros a recuperar su memoria, si bien no su carne.

–No tengo el manuscrito.

–¿Y quién lo tiene, pues?

–Narváez.

–¿Narváez?

–Sí, ¿no lo conocéis?

–¿Pretendéis engañarme?

–No, os lo juro. Santiago de Narváez y Albuera, el español que pasó por la colonia y me ayudó a ordenar la biblioteca.

–El maldito hitita…

–¿Hitita? Narváez es valenciano.

–Eso dice, ¿eh?

–¿Lo conocéis, entonces?

–Lo conozco, en efecto.

–¿Quién es, pues?

Willkommen aus der Näh und Ferne![6] Por lo pronto, confiad y esperad.

*****



[1] Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis.

[2] Tampoco con el tapiz de la Melancholia.

[3] En realidad se trata de una basílica cruciforme, dedicada a San Esteban, cuya nave se construyó en 1392. En la cripta descansan los restos del duque Adalberto y la parte más preciada de su hija Etala. Cada 17 de junio las fieles suelen pasear estas sacras reliquias a lo largo del Mosela. Acabada la peregrinación, se bañan en el río, cuyas aguas benditas tienen la virtud de restituirles la castidad descuidada durante el año. Llegada la noche, sus pretendientes las recogen cual florecillas perdidas en el bosque y las llevan a dormir. Por lo demás, prefiero, como Montresor, callar los secretos de la Abadía, que conozco mejor que él.

[4] Tampoco Narváez, como creyera Néstor, aun conociendo el carácter proteico de Plagiè. El recelo de que el esbirro español le reclamara la joya que había forjado su padre y el celo con que la guardaba lo hicieron caer en la trampa, y esto sin desmerecer las dotes histriónicas de don Óptimo. Por otra parte, es sumamente curioso que el único retrato que se conserva de don Santiago de Narváez y Albuera –que tampoco es retrato, sino un óleo en el que posara como fauno para la duquesa de Ottingen- guarde tanto parecido con el del navegante florentino.

[5] Poseerlo no implica ni conocer sus leyes ni mucho menos dominarlo. Para ello había que abocarse al estudio en secreto y equivocarse sin riesgo de revelar su posesión. Plagiè sabía que las vestiduras de Vespucci eran demasiado conocidas para acometer tal empresa, por lo que decidió que muriera, al menos para el mundo. Tomó primero el nombre de García y la figura de Narváez y, para recuperar el manuscrito que había escondido en algún lado en otro viaje, dio la vuelta al mundo. Luego, dejó que la comedia siguiera su curso, mientras él volvía a desaparecer, asumiendo la figura de un niño de pelos rulientos, romos, purpúreos, bermejos y carmesíes, que jugaba con las putas madrecitas ¡engelreines Mütterchen!– a orillas del Ill. Pero esto último no podía saberlo el obispo bujarrón, que ignora prácticamente todo.

[6] ¡Ya lo sabréis, tunante!